lunes, 9 de septiembre de 2013

LECCIÓN NÚMERO 2: No te dejes llevar por los recuerdos...

...si tienes un pasado oscuro.


 Marina abrió los ojos. Mierda, otra vez le había despertado la claridad.
 Ya llevaba un mes en Londres, y seguía desvelándose a las cinco de la mañana por culpa de la luz, que le daba en la cara nada más amanecer.
 Aunque bueno, tampoco se perdía tantas horas de sueño.
 Se desperezó, lentamente y observando su habitación. Le había tocado la más pequeña, dado que el piso era de Lucía y ella ni siquiera aportaba la mínima parte de las facturas, pero no se podía quejar. Además, las vistas eran bonitas, a plena Candem Town, cosa que su amiga no disfrutaba.
 Como cada mañana, Marina caminó descalza hasta la cocina, cogió un cazo y puso a hervir agua, mientras elegía el té con el que, finalmente, saldría de su estado de catatonismo para adentrarse de lleno en la búsqueda de un trabajo digno con el que comenzar a pagar algo.
 No es que no lo hubiese intentado.
 No es que no lo hubiese conseguido.
 Simplemente no le había durado.
 La chica se encogió de hombros, manteniendo la vista fija en el cazo. Al principio se había desanimado, pero sabía que no necesitaba añadir la depresión a su lista de problemas mentales; más que nada porque no daría tragado tal cantidad de pastillas si juntaba los antidepresivos. Con lo que decidió mantenerse positiva y seguir buscando.
 Pero el desastre continuó.
 La primera semana que había estado allí, las cosas le salieron redondas; consiguió un trabajo en una cafetería de la zona céntrica, con muchos turistas y un buen sueldo. Además, sus compañeros eran majos, con lo que no se podía quejar.
 Luego llegó el problema; no sabía hacer cafés.
 Bueno, no era que no supiese; pero por alguna extraña razón, la simple teoría se convertía en una práctica engañosa, gracias a la cual tardaba millones de años en hacer un simple solo y el cliente acababa tomando con una mueca el café frío, si no se iba antes.
 La despidieron a los tres días.
 El siguiente trabajo fue en una tienda de souvenirs, cerca de Picadilly Circus. No era muy grande, era más un puestecito, pero se las arregló para que la suma total de robos en dos días duplicase la de ingresos. No duró más.
 Cada semana encontraba un nuevo trabajo, del cual salía con una lección aprendida y cada vez menos dinero. La situación empezaba a preocuparle.
 Pero qué podía hacer.
 Caminó de vuelta a su habitación, con la taza humeante en sus manos.
 -Sinceramente.- murmuró, cerrando con el pie la puerta.- no sé para que me molesto en viajar y cambiar de vida. Si todo me sale igual.
 Igual de mal, igual de deprimente. Si se paraba a pensarlo, hasta el clima le resultaba familiar,
 Pero, ¿qué podía hacer? Había intentado no prestar atención a sus múltiples psicólogos, encerrándose en sí misma e ideando el plan perfecto, pensando que simplemente esos estirados de bata y mirada condescendiente no sabían nada de ella.
Al final, sin embargo, y contra todas sus expectativas, resultaron tener razón.
 El problema en su vida no era su entorno. Ni unos padres opresivos, ni unos amigos falsos.Era ella.
 Las voces de su cabeza llevaban repitiéndose seis años.
 -Pues claro que te lo dijimos.- Marina giró la cabeza, encontrándose cara a cara con un chico. Rondaba los catorce años, tenía el pelo castaño claro y unos ojos marrones grandes y redondos.- Eres tú, Marina, eres tú.
 -Lo sé.
 -Entonces, ¿por qué no intentas solucionarlo?
 -¿Crees que no he intentado cambiar?
 -¿Quién ha hablado de cambiar?
 La chica miró al recién llegado sin decir nada más. Sabía a qué se refería.
 -No intentes alargarlo...
 -Vale.- murmuró, sacudiendo la cabeza.- Ya.
 El chico se encogió de hombros y desapareció.
 Por lo menos, allí tenia la posibilidad de cambiar, ¿no?
 No todo podía salir mal.
 -Marina.
 La chica se sobresaltó. Esa voz no estaba en su mente.
 Lucía.
 -¿Sí?
-Ven, tengo que hablar contigo.
 -Voy. Diez minutos.
 -Que sean cinco.
 Marina parpadeó, mirando por la enorme ventana de su habitación.
 No recordaba haber caminado hasta allí
 Apuró el último sorbo de su taza y se vistió, sin prestar mucha atención a lo que se ponía.
 -¿Marina?
 -Ya salgo.- contestó, cerrando la puerta al irse.

martes, 27 de agosto de 2013

LECCIÓN NÚMERO 1: Fíate de los golpes de suerte...

...sobre todo cuando los necesitas.


 Marina agarró su bolsa, algo mareada. Había viajado en avión pocas veces en su vida, y no estaba acostumbrada a los cambios de presión. Además, se había dormido durante el viaje, y había tenido una pesadilla llena de oscuridad, voces procedentes de todos lados y la imagen de sus padres intentando abrir las puertas del coche. Sacudió la cabeza, esperando a que la pareja que ocupaba los asientos de su derecha decidiese levantarse.
 Se despidió de las azafatas con una sonrisa y respiró profundamente.El daño ya estaba hecho, ya no podía arrepentirse y volver atrás; básicamente porque no tenía el dinero suficiente para hacerlo. Así que no le quedaba otro remedio que avanzar hacia las puertas que la separaban de su incierto destino.
 Se unió a la ola de pasajeros de aviones distintos, que llegaban a la vez desde diferentes puntas del planeta. Miró a su alrededor, confusa, y decidió seguir a una chica que parecía tener su misma edad, y que manejaba su pequeña maleta de mano con decisión, esquivando con inaudibles "excuse me" a los confundidos turistas. Recordaba haberla visto al embarcar, hacía ya horas. Lo más probable es que fuese de fiar.
 Caminó tras ella, intentando no tropezarse con las maletas de las demás personas que se interponían en su camino.
 Y, mientras tanto, lanzaba miradas de soslayo a su salvadora, que no se imaginaba que la estaba siguiendo.
 ¿Qué haría esa chica allí?
 ¿A qué habría venido? ¿Por qué sola?
 ¿Vendría a cumplir alguna clase de sueño, como caminar por las calles de Londres un viernes de madrugada sin más compañía de su sombra?
 De ser así, ¿llegaría la ciudad a sus expectativas?
 -Joder.- susurró Marina, a un volumen prácticamente inaudible.
 ¿Por qué siempre pensaba cosas tan raras? Tendría que haber hecho caso a sus padres y haber acudido al psicólogo con más regularidad.
 Aceleró el paso, temiendo perder a la chica mientras iba sumida en sus desquiciados pensamientos. Y no podía hacerlo; lo más probable es que, si eso pasase, no sabría cómo salir de aquel laberinto de terminales.
 Suspiró de alivio al ver que se paraba en la cinta del equipaje, esperando por su maleta. La alcanzó, colocándose a su lado. Pocos metros las separaban, así que se dedicó a observarla por medio de vistazos furtivos, mientras esperaba a que su minúscula bolsa de viaje apareciese.
 Su guía desde que había bajado del avión era alta, bastante más alta que ella, que nunca se había acomplejado por su estatura. Tenía el pelo liso y negro como el carbón, y se sujetaba el flequillo de lado con horquillas. Sus ojos eran castaño claros, era pálida con pecas cubriendo la mayor parte de sus mejillas y nariz, y sus labios eran finos. Vestía una larga gabardina atada en la cintura, lo que dejaba adivinar su delgadez.
 Marina volvió de nuevo a su rostro.
 Apostaba por Paula, Alicia o Alba, aunque también se le venía a la cabeza Nerea por alguna extraña razón.
 En mitad de su análisis facial, la chica se giró, pillando a Marina, que dio un respingo. Al contrario de lo que podría haber ocurrido, como una mueca o incluso un gesto obsceno por su parte, le sonrió, acercándose hasta ella mientras agitaba la mano.
 -Hola.- saludó la recién llegada, lanzando miradas furtivas hacia la cinta del equipaje, temiendo que el suyo pasase sin que se diese cuenta.-De España, me imagino.
 -Galicia, para ser más exactos.
 -Me lo imaginaba por tu acento, aunque debo decir que no tienes demasiado.
 -Es algo que siempre me dicen.- Marina le tendió la mano, a lo que la chica contestó estrechándosela.- Marina. Un placer.
 -Yo soy Lucía, lo mismo digo. Vengo de Valladolid.
 -¿Sabes nadar?
 La chica sonrió, lo cual sorprendió a Marina. La mayoría de la gente reaccionaba poniéndose nerviosa ante ese tipo de preguntas que ella solía hacer, las cuales, para la mayor parte de la humanidad, carecían de sentido y coherencia. No es que lo sintiese ni intentase reprimirlas, ese no era su estilo. Pero era agradable encontrar a una persona que contestase sin más, que incluso las encontrase divertidas.
 -Hay algo que se llaman piscinas, pero digamos que el mar no me atrae especialmente.
 -Sitio adecuado para venir, debo decir. Y juzgando tu maleta, sospecho que no es sólo turismo.
 Lucía asintió, bajando con cuidado su enorme maleta color coral.
 -Pues no, vengo a instalarme. Me quedo a vivir un año.
 -Vaya, que coincidencia. Rectifico, coincidencias. Esta es mi maleta, y yo también vengo a vivir.
 Lucía abrió la boca, sorprendida.
 -No me digas. ¿Dónde está tu piso? Quizás seamos vecinas y todo.
 Marina se encogió de hombros, rascándose la cabeza.
 -Ya, esto... No tengo piso.
 -Oh, ¿te quedas en un hotel? ¿Tienes parientes aquí?
 -No, y no.
 -¿Y dónde vas a pasar la noche?
 Marina sonrió, observando con ilusión como su acompañante la miraba preocupada.
 -Pues no lo sé.
 Lucía negó con la cabeza, rebuscando en su bolso hasta encontrar unos papeles, que sacó y le enseñó.
 -Pues ahora ya lo sabes. Vamos, cogeremos un taxi.
 Marina carraspeó, confundida. La chica la miró, ya metros más adelante, con los brazos cruzados.
 -¿A qué esperas?
 -¿En serio vas a dejar que me quede en tu casa?
 -Evidentemente, no.- Lucía caminó hasta ella y la cogió del brazo, arrastrándola.- Voy a convertirte en mi compañera de piso.

 -A Camden Town, por favor.- le indicó al taxista, en un perfecto acento inglés. Marina no podía dejar de observarla; parecía tan segura, tan decidida, como si hubiese estado haciendo ese tipo de cosas toda la vida.
 -Ahora que ya estamos en el taxi.- susurró.- ¿Qué es eso de tu compañera de piso?
 -A ver... Vengo aquí porque me han dado un trabajo como empleada en una de las sucursales de Zara.- comenzó Lucía, recostándose en el asiento.- Así que la empresa me proporcionó un piso, y todo eso. Pero es bastante dinero, y sobra una habitación que no quiero para nada, con lo que tenía pensado buscar una compañera, para ganar un dinero extra. Y de pronto apareciste tú, caída del cielo, lo que me ahorra todas las entrevistas con gente extraña con la que no quiero compartir casa.
 -¿Y si resulto ser extraña?
 -Eres extraña, pero no en el sentido de asustarme. Lo soportaré.
 -Espero poder negociar el alquiler, porque no tengo trabajo...
 -¿No tienes...? ¿Viniste sin nada?
 -Aha.- Marina rió, observando como Lucía sacudía la cabeza, confundida.
 -Vaya. Bueno, serían ciento cincuenta libras al mes, pero puedes comenzar a pagármelas en cuanto encuentres un trabajo. Sin prisas, no es que necesite urgentemente el... Pero bueno, tampoco te me tires seis meses rascándote la barriga, yo...
 -Lo he entendido.- Marina asintió.- Gracias, de verdad.
 -No me las des. Y pienso hacerte un tercer grado algún día de estos sobre cómo fue lo de venirte a un país extranjero sin nada más que una cutre bolsa de viaje.
 -Te lo contestaré, prometido.
 Lucía rió, y Marina apoyó la cabeza en la ventanilla, observando la ciudad.
 Parecía que las cosas, por una vez en su vida, se calmaban.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Capítulo 1- Explosión

Marina abrió los ojos. Miró hacia los lados, intentando buscarle un sentido a la situación. Si su mente se encontrase en el mismo estado en el que se encontraba segundos atrás, hubiese apreciado la escena como algo totalmente normal, quizás aburrido. Pero no, no estaba como antes.
 Ni lo estaría jamás.
 Carraspeó, inclinándose hacia delante y agarrándose la cabeza entre las manos. No podía estar allí más tiempo.
 Su madre le puso una mano en el hombro, pero se la sacudió de un golpe seco. La mujer reaccionó tensándose, y mirando a su marido asustada. No de nuevo. No otra vez.
 Marina se levantó, deshaciéndose de los pegajosos brazos que intentaban detenerla. Era el día de su graduación, qué estaba haciendo.
 Eso era lo que se supone que debería de estar pensando.
 Se remangó las faldas del vestido, un tremendo montón de tela color coral que resaltaba el tono dorado de su piel y sus grandes y profundos ojos negros con reflejos grises. Intentando pisar a cuantas menos personas mejor, se las arregló para huir de la enorme fila de asientos, reservados para los graduados y sus familias, y salió, sus tacones haciendo eco de una decisión para nada premeditada.
 No lo soportaba más. Eso era lo que su mente proclamaba, mientras ella intentaba que los millones de voces en su cabeza se callasen, y la dejasen huir en paz.
 Pero eso nunca pasaba.
 Cogió las llaves de su coche, su billete, su pase al cambio. Entró en el y pulsó el botón de bloqueo, encerrándose a si misma. Con un suspiro dejó caer la cabeza encima del volante, mientras sus padres se acercaban corriendo hasta su posición, aporreando la ventanilla.
 Ella no deseaba eso.
 No deseaba una bella graduación, no deseaba una vida de universitaria. No deseaba un negocio productivo, un amplio piso en el centro con vistas al Retiro.
 Nunca lo había hecho.
 Quería escapar, quería sentir que su vida no estaba decidida antes de nacer. Quería sentir la emoción de un vuelo sin protección, de no saber en que lugar pasaría la noche, si era que se llegaba a acostar. De qué comería para calmar su hambre, de qué haría para llegar a anciana. De a quién amaría, de a quién odiaría. Y de quién la amaría a ella, y qué enemigos tendría. De qué sería su vida.
 Y lo quería ya. Lo necesitaba.
 Arrancó el coche, mirando a sus padres sin cambiar su expresión. Ellos suplicaron, su madre se secó las lágrimas de la mejilla mientras le gritaban al unísono que apagase el coche, que pensase en lo que hacía, en las consecuencias.
 Ella gesticuló las palabras sin siquiera pronunciarlas.
 -Apartaos, los dos.
 Su madre se agarró a la puerta del coche, pero su padre tuvo la amabilidad de apartarla en el último momento, antes de que Marina acelerase a toda velocidad y se marchase.

lunes, 19 de agosto de 2013

Prólogo- Marina.

Veintidos de Diciembre de 2003. Heathrow, Londres.
 
 Hacía frío. Eso pensaba la niña al bajarse del taxi; hacia muchísimo frío.
 Miró a su madre, que bajaba las maletas del coche con aire agobiado, mientras su padre hablaba con alguien por el móvil.
 -Juan.- susurró la mujer, mirándole con furia.- Juan, vamos a perder el avión.
 Su marido se giró, dando a entender que no le estaba prestando atención. Ella resopló y siguió bajando las maletas.
 Mientras tanto, la niña miraba a su alrededor, tiritando. 
 Muchísimos coches se arremolinaban alrededor de las aceras, taponando el tráfico. A lo lejos, trabajadores quitaban con palas la nieve de la carretera, mientras los turistas recién llegados intentaban controlar sus maletas. Demasiada gente.
 Pero eso a Marina le encantaba. 
 De pronto, su madre la cogió de la mano, tirando de ella.
 -Vamos, Marina. Coge tu mochila, llegaremos tarde.
 La niña intentó resistirse, pero un tirón más fuerte de su madre impidió toda posibilidad de rebelión.
 La familia recorrió a paso ligero el aeropuerto entero, camino de facturar las maletas. Las colas estaban vacías, lo que significaba que todos los pasajeros de ese vuelo se encontraban ya en la zona de embarque. La mujer suspiró, dándole el pasaporte a la mujer que los esperaba.
 -Mamá.- susurró la niña, sacudiendo levemente la mano de su madre.- Mamá.
 -Qué pasa, Marina.
 -Mamá, no me quiero ir.
 La mujer la miró con una sonrisa.
 -Ya volveremos, cariño, no te preocupes.
 -No, mamá, no me quiero ir. Quiero vivir aquí.
 -Lo sé, cielo. Vamos...
 -Mama, no...
 -¡Vamos, Marina, o perderemos el avión!
 Su madre tiró de ella, sin darle opción a replicar.
 La niña miró una última vez hacia atrás, antes de desaparecer por la puerta de embarque.